Voy caminando, respirando y sintiendo el ambiente de mis
raíces. Me dirijo a la casa de mi madre. Momentos antes paso al cementerio en
donde yacen los restos de mi padre, a quien año y medio atrás había dado
sepultura. Corre un viento que estremece a los árboles que nacen en el humus de
la materia que se transforma, en esa materia que no muere; en tanto, los
vientos en sus diferentes velocidades, parecieran que se manifiestan, mientras
yo estoy parado frente a la plancha de concreto en donde leo una inscripción
que reza mi nombre. Le hablo a mi nombre y como si me escuchara, arrecian los
aires que golpean las hojas y ramas de los cocuites y, como si me contestaran,
me dan la bienvenida. Salgo meditando, mientras enfilo mis pasos a la casa de
mi madre. Es el mes de febrero de 2017 y voy andando dejando atrás de mis
espaldas ese sacrosanto lugar de nuestros muertos, que se recrean en los
recuerdos vivos de la memoria colectiva entrelazada por las diferentes
conexiones que nos unen en la cotidianidad de la vida comunitaria. En medio de
esa paz, como consecuencia de mi despedida, y cerca de la casa de mi madre
llega el mensaje a mi celular. Busco en los archivos de mi pasado una pista que
me lleve a identificar el origen, la persona y que representa en mi pasado. Ver
el pasado en blanco y negro fue mi condición en vida pretérita, esa etapa de
debates como en el inframundo de siete infiernos, recorridos éstos mi
perspectiva ya no es igual, sino ese pasado se torna maniqueo.
Acayucan, Ver., Febrero 2017
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